domingo, 22 de mayo de 2011

5. Alcance filosófico de la axiomática

La axiomática abre una de las vías posibles para resolver el problema que ha dominado a toda la filosofía matemática el del fundamento mismo de esta ciencia. Este problema, que casi no había preocupado a los matemáticos se impuso bruscamente a ellos por la crisis de la teoría de los conjuntos. Elaborada por G. Cantor durante el último cuarto del siglo XIX, la teoría de los conjuntos, después de muchas resistencias, había terminado por aparecer como la base de todo edificio matemático: la aritmética de los números finitos, con la cual se acababa de reconstruir las otras partes de las matemáticas, se podía en efecto construir a su vez como un caso especial, particularmente simple o intuitivo, de la teoría de los conjuntos, después de muchas resistencias, con la cual se acaba de reconstruir las otras partes matemáticas, se podía en efecto construir a su vez como un caso especial, particularmente simple e intuitivo, de la teoría de los conjuntos, el de los conjuntos enumerables. Ahora bien, justo en este momento es cuando surgen, en el interior de la teoría, “antinomias” o “paradojas”, es decir, pares de teoremas contradictorios. El conjunto de todos los conjuntos que no se contienen ellos mismos elementos. Uno se convencerá fácilmente de que una respuesta afirmativa y una respuesta negativa a esta misma cuestión son igualmente justificables. Semejantes embrollos presentan aquí una gravedad excepcional: para una teoría que ha dejado de apoyarse sobre nociones y verdades intuitivas y que ya no tienen, pues, otra garantía de su validez que la coherencia formal, la menor fisura basta para comprometerlo todo; su lógica tiene la obligación absoluta de ser infalible.
Desde el principio, las investigaciones para una solución se han empeñado en tres direcciones. El empirismo de Borel y Lebesgue, luego prolongado y reforzado al manejo ciego del instrumento lógico; éste no nos ofrece ya garantía desde que salimos de los dominios en donde lo hemos probado largamente, y por eso su extensión al dominio de lo transfinito es engañosa. La intuición es la que juzga, en última instancia, de la validez misma de las reglas lógicas; de suerte que si se le da siempre prioridad sobre el discurso, ya no se expondrá uno a antinomias. Se les evita en efecto. Siguiendo estos principios, se encuentra uno progresivamente llevado a condenar partes considerables, no solamente de la teoría de los conjuntos, sino de más de una teoría matemática antigua y consagrada. Muchos juzgan tales sacrificios excesivos y el remedio demasiado enérgico. Si se quiere conservar la totalidad de las matemáticas clásicas con lo esencial, además de la teoría cantoriana, y permanecer al mismo tiempo fiel a la inspiración de esta última, se ensayará entonces, como lo hizo Russell, la vía del logicismo. Por una parte se mantendrá el propósito de construir las matemáticas a partir de las solas nociones y leyes de la lógica. Pero, ya que estás ha conducido a antinomias que se trata de prohibir, se reforzará por otra parte de las solas nociones y leyes de la lógica. Pero, ya que estas han conducido a antinomias que se trata de prohibir, se reforzará por otra parte las reglas de la lógica de manera tal que ya no permitan terminar ahí. Desgraciadamente para dar a las reglas de lógica el grado exacto de severidad que conviene para excluir las antinomias y sólo a ellas, se ve uno constreñido a establecer ciertos axiomas cuyo carácter extralógico apenas es discutible.
Uno de los principales objetivos de las matemáticas de Hilbert es el de hacer salir de ahí, supliendo por el razonamiento la intuición desfalleciente. La formalización de la axiomática debe permitir establecer por vía demostrativa, sin tener necesidad de apelar al sentimiento subjetivo de la evidencia, si un sistema de axiomas es o no consistente.
Aunque el formalismo axiomático no ha resuelto definitivamente el problema del fundamento de las matemáticas, resulta que, tanto para él mismo como para las reacciones que suscitó, lo ha hecho avanzar considerablemente. Por otra parte, ha hecho disminuir grandemente la presión sobre las doctrinas que le eran inicialmente opuestas. Las diferencias entre lógica y axiomatismo casi se han desvanecido hoy, al punto de que las dos tendencias integran en algunos autores como Quine. La multiplicidad de las lógicas, tratadas en adelante según los métodos de la axiomática formalizada, no permite ya casi dar a sus nociones de base un sentido absoluto; y la cuestión de saber dónde termina la lógica y dónde comienzan las matemáticas perdió una buena parte de su sentido. Desde el principio, las investigaciones para una solución se han empeñado en tres direcciones. El empirismo de Borel y Lebesgue, luego prolongado y reforzado al manejo ciego del instrumento lógico; éste no nos ofrece ya garantía desde que salimos de los dominios en donde lo hemos probado largamente, y por eso su extensión al dominio de lo transfinito es engañosa. La intuición es la que juzga, en última instancia, de la validez misma de las reglas lógicas; de suerte que si se le da siempre prioridad sobre el discurso, ya no se expondrá uno a antinomias. Se les evita en efecto. Las diversidades de principio de siglo se resumen hoy en una gran alternativa, según que se conceda la prioridad a la lógica o a la intuición. Aun los dos patios se han aproximado suficientemente para poder ahora comprenderse y trabajar en común.

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